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miércoles, 1 de agosto de 2012

Incidente en Ox-Bow

Lo primero que llama la atención en esta cinta es cómo están rodados los caballos. Potencia, control, velocidad. La cámara en su sitio. Dan ganas de vender el coche y de comprarse un purasangre.

Lo segundo, la escena de la diligencia. Ella y él no cruzan una sola palabra y, sin embargo, todo queda meridianamente dicho. El juego de miradas habla por los codos. Una pequeña historia dentro de la historia. Un apunte emocional que dura lo que dura el paso de la diligencia.

A esas alturas, estás pegado a la pantalla. Intuyes, presientes, paladeas a priori el desenlace.
 
La escena clave cumple todas las expectativas. El mayor Tetley insta a los que estén en desacuerdo con el ahorcamiento a situarse al otro lado. Primera perversión de la justicia: el fiscal no debe demostrar la culpabilidad. Es el inculpado quien ha de probar que es inocente. William Wellman nos lo cuenta sin decirlo, haciendo que sean los que están a favor de posponer el linchamiento quienes tengan que moverse. El punto de partida es la condena.

Entra la música, un silbido lírico y sencillo que acompaña el movimiento de los siete disconformes. La melodía cala hasta los huesos. Desemboca en un acorde abrupto que da entrada a un plano que recorre el gesto airado del verdugo colectivo.

La ejecución es un fuera de cuadro y una sombra triple.

Segunda perversión de la justicia: la decisión mayoritaria es siempre respetable. Wellman cuida el pulso narrativo. Su mirada es irónica. No nos presenta una jauría sanguinaria. Nos muestra un simulacro de interrogatorio, una parodia justiciera, como si el asesinato en grupo pudiera ser un acto razonable.

Irrumpe la verdad: son culpables todos menos siete.

William Wellman nos regala un travelín para el recuerdo: ya en el bar, la cámara recorre –nuevamente– los rostros del verdugo colectivo. Caras desoladas, abiertas al abismo de lo irreparable. Por primera vez en toda la película sentimos empatía con el pelotón de linchamiento. Después de semejante plano la lectura de la carta es redundante. El cine no es literatura. Ningún texto puede ser más elocuente (dentro de la propia película) que la fila de gestos en la barra.

La ira lleva al acto infame. El acto infame lleva hasta el remordimiento. El peso de la culpa es infinito y no prescribe. Que Dios se apiade de vosotros –dice el sheriff–. Yo no tendré piedad.

Más allá de las cualidades morales de los individuos, más allá de la escisión maniquea entre buenos y malos, más allá de los principios personales, son los actos los que revisten una carga de bondad o de maldad. Y el acto violento y colectivo es sumamente peligroso. Tiende a ahogar en su caudal a la justicia.
TÍTULO ORIGINAL The Ox-Bow Incident
AÑO 1943




DIRECTOR William A. Wellman
GUIÓN Lamar Trotti (Novela: Walter Van Tilburg Clark)
MÚSICA Cyril Mockridge (AKA Cyril J. Mockridge)
FOTOGRAFÍA Arthur Miller (B&W)
REPARTO Henry Fonda, Dana Andrews, Mary Beth Hughes, Anthony Quinn, William Eythe, Henry Morgan, Jane Darwell, Frank Conroy
PRODUCTORA Twentieth Century-Fox Film Corporation
PREMIOS 1943: Nominada al Oscar: Mejor película
1943: National Board of Review: Mejor película


SINOPSIS El asesinato de un ranchero rompe la aparente tranquilidad de un pueblo del oeste americano. Ausente el sheriff, los hombres del pueblo deciden formar una partida para encontrar a los culpables.
 
 

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